lunes, agosto 11, 2008

La no memoria del gulag ruso, después de 18 millones de presos políticos

“Si las cárceles de Rusia siguen pareciéndose a las de la era de Stalin, si los tribunales y las investigaciones criminales de Rusia son una farsa, ello se debe en parte a que a los jueces, los políticos y la elite empresaria de Rusia no les preocupa el pasado”.

Anne Applebaum, quien escribió lo anterior, es cronista del diario “The New York Time Sindicate” y visitó lo que hoy queda del gulag: los campos de trabajo forzados en Rusia por donde pasaron dieciocho millones de presos políticos según estima la periodista. Los mismos campos que denunció el escritor Alexander Solyenitzin. El relato que hace Applebaum sobre lo que deja ver la actualidad del gulag es estremecedor y, según la cronista, saludablemente olvidado por el pueblo ruso. Ese estremecimiento decidió a “Prisiones y Penas” a trasladar a sus lectores la nota periodística que el domingo último rescató el diario “Clarín” de Buenos Aires:


“Los contornos del campo de concentración aún son visibles desde lo alto del campanario del viejo monasterio Solovetsky, en el norte de Rusia. Subí un día luminoso y pude ver más allá del muro de ladrillos que rodeaba las construcciones del monasterio del siglo XV que alguna vez albergaron la administración del campo principal. Al norte era posible discernir la vaga forma de la iglesia de la cima de la colina cuyos sótanos contenían las celdas de castigo del campo.

Más allá de las colinas y los muelles se extienden el Mar Blanco y las otras islas de la cadena Solovetsky: Bolshaya Muksulmana, donde los prisioneros criaban zorros para obtener pieles; Anzer, donde había campos especiales para inválidos, mujeres con bebés y ex monjes; Zayatskie Ostrov, el campo de castigo para mujeres.

No fue casual que el escritor ruso Alexander Solyenitzin decidiera dar a su historia del sistema de campos soviético el título de "Archipiélago Gulag". Después de todo, Solovetsky, el primer campo soviético pensado específicamente para presos políticos, era un verdadero archipiélago.
Solovetsky fue también el modelo de lo que luego se llamó el gulag. Si bien Lenin y Trotsky empezaron a crear campos para presos políticos ya en 1918, fue en Solovetsky donde el campo de concentración se mecanizó y rediseñó, y fue ahí donde la policía secreta soviética empezó a usar en beneficio del Estado el trabajo de los prisioneros.

El Estado estaba orgulloso de ello: en un artículo de 1945, un alto funcionario de la NKVD -la policía secreta soviética- se jactaba de que el "trabajo forzado como método de reeducación" había comenzado en Solovetsky en 1926.

Por lo menos parte de la explicación de cómo y por qué Solovetsky se convirtió en el primer campo del gulag se relaciona con la personalidad de Naftaly Aronovitch Frenkel, cuya tarjeta de prisionero informaba que había nacido en 1883 en Haifa. En 1923 las autoridades lo detuvieron por "atravesar las fronteras de forma ilegal" y lo condenaron a diez años de trabajos forzados en Solovestsky.

Según cuenta la leyenda, al llegar al campo le sorprendió tanto la mala organización del mismo que escribió una carta en la que describía con exactitud cuáles eran los problemas de todas las industrias del campo, entre ellas el trabajo en los bosques, las tareas agrícolas y la fabricación de ladrillos. Se dice que un administrador le mandó la carta a Stalin, que convocó a Frenkel a Moscú.

Sabemos que Frenkel intentó que el campo fuera rentable mediante el establecimiento del sistema de pautas de trabajo y racionamiento de alimentos, que asignaba a los prisioneros diferentes cantidades de comida según el trabajo que hubieran terminado. En la práctica, el sistema dividió a los prisioneros en aquellos que sobrevivirían y los que no lo lograrían.

Frenkel mandaba a los prisioneros a construir carreteras y cortar árboles. En cuestión de unos años, los prisioneros de Solovetsky trabajaban en toda la región. Stalin abrazó ese progreso con gran entusiasmo y propició la expansión del sistema de campos incluso cuando ya era evidente para todos que el mismo no sólo era cruel sino antieconómico. Impuso la realización de proyectos imposibles -vías férreas a través de la tundra, túneles a la isla de Sajalin-, muchos de los cuales nunca se terminaron. Mandaba a sus "enemigos" a los campos y rechazaba personalmente sus pedidos de clemencia, a menudo con la frase: "que sigan trabajando".

Más de ochenta años después, sabemos cuál fue el verdadero costo del sistema de campos. Entre 1926 y 1953, el año en que Stalin murió, pasaron por el sistema del gulag unos dieciocho millones de prisioneros. Otros seis o siete millones fueron deportados a aldeas de exilio en el extremo norte. Millones enfermaron; millones murieron. Los campos contribuyeron a generar el miedo y la paranoia que caracterizaron la vida en la URSS y distorsionaron la economía soviética al concentrar gente e industrias en el norte helado e inhabitable. Los campos desempeñaron un papel aterrador ¿pero por qué el legado del gulag es algo de lo cual los rusos hablan tan poco?

En Rusia hay algunos monumentos en memoria de las víctimas del gulag, pero no hay ningún monumento nacional ni lugar alguno donde llorarlas. Peor aún, casi veinte años después de la desintegración de la Unión Soviética, no hay ningún debate.

No es difícil imaginar las razones. En Rusia, el recuerdo de los campos se confunde con la presencia de muchas otras atrocidades: la guerra, el hambre y la colectivización. A menudo me preguntan: "¿Por qué los sobrevivientes de los campos deberían recibir un trato especial?"

Mucho más significativo es el hecho de que quienes gobiernan Rusia en la actualidad son ex oficiales de la KGB, los herederos directos de los administradores del gulag. De hecho, el ex presidente y ahora primer ministro Vladimir Putin suele calificarse de "chekista", utilizando el nombre de la famosa policía política de Lenin, la antecesora de la KGB.

La tragedia es que esa incapacidad de enfrentar el pasado afecta la formación de la sociedad civil rusa y el imperio de la ley. Después de todo, los amos del gulag conservaron sus dachas y sus abultadas pensiones, mientras que sus víctimas siguieron en la pobreza y la marginación. Ahora la mayor parte de los rusos considera que cuanto más se colaboró en el pasado, más inteligente se fue. Por analogía, cuanto más se engaña y se miente, más inteligente se es.

En lo profundo, parte de la ideología del gulag también sobrevive en el desprecio arrogante de la nueva elite rusa por los pobres y la clase media. A menos que los ricos aprendan a respetar los derechos civiles y humanos de sus conciudadanos, Rusia está destinada a seguir siendo una tierra de campesinos empobrecidos y políticos multimillonarios, hombres que tienen su dinero a buen recaudo en bancos suizos y sus aviones privados en la pista y con los motores encendidos.

La incapacidad de recordar también tiene consecuencias más concretas. Puede decirse, por ejemplo, que el fracaso de Rusia en lo que respecta a analizar el pasado de forma adecuada también explica la insensibilidad de los rusos a determinados tipos de censura y a la persistente presencia de la policía secreta, que ahora se llama FSB. La mayoría de los rusos no se muestra demasiado molesta ante la posibilidad de que la FSB intervenga teléfonos y entre en residencias privadas sin una orden judicial. Tampoco les molesta mucho el horror de su sistema penal. En 1998 visité la cárcel central de la ciudad de Arjangelsk, que fue una vez una de las capitales del gulag. La cárcel, que se remontaba a tiempos anteriores a Stalin, casi no parecía haber cambiado.

Las celdas no tenían aire, la higiene era primitiva y reinaba el hacinamiento. El director de la cárcel se encogió de hombros. Todo se reducía al dinero, dijo: los pasillos eran oscuros porque la electricidad era cara; pasaban semanas antes de que se procesara a los presos porque los jueces estaban mal pagos. No me convenció. Si las cárceles de Rusia siguen pareciéndose a las de la era de Stalin, si los tribunales y las investigaciones criminales de Rusia son una farsa, ello se debe en parte a que a los jueces, los políticos y la elite empresaria de Rusia no les preocupa el pasado.

Pero la verdad es que en la Rusia actual son muy pocos los que sienten que el pasado es una carga o una obligación. El pasado es un mal sueño que debe olvidarse. Aguarda a la próxima generación.

Fotografía: una de las pocas y lavadas postales de la época del gulag; un traslado de prisioneros (diario "Clarín")